Escribo estas líneas para narrar lo que allí sucedió y que los libros de historia no contarán. En esa maravillosa ciudad, conocida en el mundo por su Catedral, por su Alcázar y por ser la cuna artística de El Greco, se libró una batalla sin igual.
A los pies de la ciudad nos reunimos más de 2000 soldados con el único objetivo de conquistarla de nuevo. Aunque en esta ocasión la batalla no iría acompañada con espadas, flechas, lanzas, etc, nuestras únicas armas eran las piernas y el corazón. Cada uno iba ataviado con los ropajes de su linaje. Algunos se protegían los brazos, otros el cuello, otros las tibias, incluso algunos llevaban unos "llamadores/comunicadores" atados al brazo y unidos a las orejas mediante unos cables donde iban recibiendo ánimos, y sólo los más osados íbamos casi a pecho descubierto. Antes de comenzar la contienda, muchos guerreros inmortalizaban el majestuoso evento con autorretratos.
La noche se había echado encima y las nubes no se quisieron perder el espectáculo. Estábamos apostados a escasos metros de la Puerta de la Bisagra, esperando la orden para comenzar las hostilidades. Varios caballos modernos nos abrirían el paso marcando el camino a seguir. En lugar de entrar a la ciudad por ese punto, salimos todos a tropel calle abajo dejando la muralla a nuestra zurda. Despistar a nuestro enemigo era nuestra primera baza. Cruzamos el Río Tajo en dos ocasiones para entrar por el desprotegido Puente de San Martín. Un acceso mucho más fácil. Aunque una vez dentro tuvimos que volver a orientarnos y acabamos en la famosa puerta de entrada.
Esa entrada nos llevaba directamente al objetivo, pero su rampa es la más larga y, por consiguiente, la más dura. Los numerosos lugareños estaban con nosotros. Sus vítores retumbaban en las empedradas calles. Directos al objetivo, estuvimos cerca de conseguirlo al primer intento, pero el enemigo se resarció muy bien y nos obligó a pasar de largo y tomar otros caminos. Pasamos junto al Alcázar y empezamos a callejear. Corrimos por angostas calles que miraban al cielo y, en un inesperado giro, te mandaban al mismo infierno. Cada uno se defendía como podía. El enemigo estaba jugando con nosotros. Nos obligaba a subir y bajar constantemente. Atacábamos directamente a su yugular, pero rápidamente nos hacía girar y ponía la ciudad cuesta arriba.
Las piernas se empezaban a quejar pero nuestro empeño era mayor. Las fuerzas salían de los ánimos de los lugareños. Después de un tramo más llevadero por la Calle Real, cogimos arrojos para un segundo avance directo al objetivo. Pero el enemigo se zafó perfectamente y repelió ese ataque retorciendo y empinando aún más las estrechas calles. Nos obligaba a ir en fila de a uno. Más giros y más vueltas. El objetivo se alejaba otra vez. La desorientación era constante.
Pero el enemigo cometió un error. Y es que nos abrió un paso hasta la Catedral, y desde allí hasta la Plaza de Zocodover, el camino es directo. Apretamos los dientes y enfilamos esa empedrada vía. Los habitantes se agolpaban para ver caer al enemigo. Las antorchas modernas iluminaban el objetivo. Sólo quedaba levantar los brazos como señal de victoria y entrar victoriosos en la plaza. Los actos de jubilo y alegría estaban repartidos por cada rincón de la concurrida plaza. Lo habíamos conseguido una vez más, y ya van ocho.
Grandísima victoria!!!!!
Grandísima victoria!!!!!